La piel es el órgano más extenso del organismo y constituye una pieza clave para la salud,
aunque no debemos olvidar que su cuidado a lo largo de la historia también ha estado sujeto a aspectos sociales relacionados con la imagen y/o estética personal. Unos aspectos, salud y estética, que a lo largo del devenir de las civilizaciones han caminado al unísono. Ejemplos documentos pueden localizarse en los papiros del antiguo Egipto, en ellos se muestra el empleo de maquillaje en hombres y mujeres como signo de distinción social y belleza, una acción a la que también se le sumaba la creencia de que ese maquillaje fortalecía el sistema inmunológica, previniendo de enfermedades. El propio Voltaire recogía las virtudes preventivas de la inoculación de la viruela a mediados del siglo XVIII y el beneficio que su aplicación reportaría a la población. Para ello, recurría al ejemplo derivado de las ancestrales costumbres de las mujeres de Circasia, un pueblo de escasos recursos pero reconocido por sus hermosas mujeres que abastecían los harenes del Sofi de Persia, un lamentable comercio y actividad económica que para garantizar su sustentación empleaban la práctica de la variolización con la finalidad de preservar de la desfiguración el rostro y el cuerpo femenino, una de las temidas secuelas de la viruela. Afecciones cutáneas que antiguos dermatólogos como Willan, Bateman, Biett, Alibert, categorizaron como lesiones elementales, que dejaban patente las temibles huellas en la piel tras el desarrollo de determinadas dolencia. Una vez adquiridas se recurrió al maquillaje como medida para ocultar sus marcas a lo largo de la centuria dieciochesca, unas señales que en determinados casos constituían motivos de exclusión social, como las derivadas de enfermedades venéreas como la sífilis. De este modo, proliferó empleo de los productos de cosmética, algunos de ellos poco recomendables para la salud como fue el empleo del plomo, usado entre otras finalidades para cubrir las cicatrices producidas por las pústulas de la viruela como fue el caso de la propia reina Isabel I de Inglaterra. El rastro y secuelas sufridas en la piel como consecuencia del paso del tiempo, accidentes y el paso de alguna enfermedad exantemática u otras con consecuencias directas en la misma, llegó a ser asimilado por la población del antiguo régimen como signos distintivos e identificativos del que las padecía. Es habitual encontrar descripciones de rostros picados o marcados de viruela en los censos poblacionales e incluso en la prensa de la época para describir a destacados miembros de la sociedad objeto de la crónica. Por lo tanto debemos entender la función de la piel como creadora de identidad personal o colectiva de relevancia en todas las culturas. Interpretable como un libro donde se podía o puede leer el interior y exterior de las personas. Donde las cicatrices, marcas e incluso el color de la piel constituyen un mapa de la historia personal que revelan signos de enfermedad, accidentes y estatus social. Donde las pinturas, escarificaciones o tatuajes forman parte de la idiosincrasia de un gran número de etnias de distintos lugares del mundo. Cuyo interés como órgano autónomo permitió el desarrollo de la dermatología como disciplina científica. Actualmente el vocabulario utilizado de lesiones elementales nos permiten clasificar las dermatosis en sus etiologías. La piel es un órgano de intensa relación que cambia a medida del paso del tiempo, que inquieta en las diferentes edades de la vida y que nos condiciona en muchas ocasiones problemas cuando nos miramos al espejo.